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De lo liminal y perenne

En el Universo todo es cíclico, dual y antagónico, logrando así su perfecto equilibrio. El solsticio de invierno en el hemisferio sur, que ocurre alrededor del 21 de junio, marca el momento en el que el sol alcanza su punto más bajo en el cielo, resultando en el día más corto y la noche más larga del año. Este evento astrológico y simbólico ha sido celebrado por diversas culturas y tradiciones a lo largo de la historia, destacando su profunda significancia esotérica.

Astrológicamente, el solsticio de invierno representa un momento de máxima oscuridad, seguido del renacimiento de la luz. En este punto, el Sol ingresa al signo de Cáncer, un signo de agua asociado con la intuición, la emoción y el hogar. Este tránsito marca un periodo de introspección, invitándonos a mirar hacia adentro y a conectarnos con nuestras raíces y nuestro ser interior. Es un tiempo para sembrar intenciones que florecerán con el incremento gradual de la luz.

En el ámbito simbólico, el solsticio de invierno representa la muerte y el renacimiento, un ciclo perpetuo que es esencial para la renovación de la vida. Este es un momento liminal, un umbral entre la oscuridad y la luz, donde se experimenta la transición y la transformación. En muchas tradiciones esotéricas, este periodo es visto como una oportunidad para deshacerse de lo viejo y hacer espacio para lo nuevo, alineándose con las energías de renovación y esperanza.

La masonería, una tradición rica en simbolismo, celebra el solsticio de invierno como uno de los eventos más significativos del año. Para los masones, este solsticio es conocido como la Fiesta de San Juan, vinculada a San Juan Bautista, uno de los dos santos patronos de la orden. En este contexto, el solsticio de invierno simboliza la luz que debe ser buscada en medio de la oscuridad. Los rituales masónicos durante este tiempo enfatizan la importancia de la reflexión, la renovación espiritual y el fortalecimiento del compromiso con los valores de la fraternidad.

La relación de los dos San Juan (San Juan Bautista y San Juan Evangelista) con la masonería subraya la dualidad de la luz y la oscuridad. San Juan Bautista, cuya festividad se celebra en el solsticio de verano, representa la luz en su punto máximo, el mediodía, la hora sin sombra, el signo de Cáncer, el elemento Agua. Mientras que San Juan Evangelista, conmemorado en el solsticio de invierno, simboliza la luz en su punto más bajo, el Norte, el signo de Capricornio y el elemento Tierra, aquello que empieza a renacer. Esta dualidad refuerza la idea del equilibrio y el ciclo interminable de muerte y renacimiento que sostiene la vida.

En la mitología romana, Jano es el dios de los comienzos, las transiciones y los finales. Con sus dos caras, una mirando hacia el pasado y la otra hacia el futuro, Jano personifica lo liminal, el espacio entre lo que fue y lo que será. Jano presidía las fases ascendente y descendente del ciclo anual y era considerado como el portero (de ahí proviene la palabra “janitor”, portero, en inglés), que, con sus dos llaves, una de plata y otra de oro abría y cerraba las épocas. De ahí que se le adjudicara tener las claves (llaves) a los misterios ligados a la iniciación.

Esas dos llaves se funden simbólicamente al ser representado con dos caras. La que mira hacia la izquierda, relacionada con el pasado, con lo que fuimos, con aquello que elegimos dejar atrás al atravesar una puerta, con el ser profano que muere una vez que damos el primer paso y ponemos en danza el símbolo en un rito de iniciación. Este rostro izquierdo, es el asociado a la llave de plata y a la primera fase de la iniciación donde hay toma de conciencia del sí mismo y el primer paso hacia la trasnmutación del alma. En el perfil derecho, asignado a la llave dorada, el misterio es el porvenir, lo que aún se desconoce, la incertidumbre, ligado a la segunda fase de la inciación, simbolizado por el elemento noble y meta de los alquimistas como si a través de la luz del oro se iluminara el alma.

Jano es el dios de los cambios, los pasos, las transformaciones, a él se consagran las puertas y los umbrales. Simboliza el devenir de la vida, la evolución. Un mito romano original que no tiene antecedentes en Grecia. Tal fue su fuerza que llegó a dar nombre al primer mes del año (January en ingles, Janvier en francés, Janeiro en portugues y de Janero al español enero) pues comienzo de nuevo ciclo, nueva vida.

Es precisamente por su papel de iniciador en el conocimiento que fue venerado por los Collegia Fabrorum de la Roma Imperial, antecesores directos de los gremios iniciáticos de constructores y artesanos que florecieron en la Edad Media periodo histórico en el que, precisamente, Jano fue reabsorbido en una forma cristianizada de San Juan Bautista y San Juan Evangelista quienes representan las dos modalidades de un mismo ser. Un todo que comprende las polaridades.

En el contexto del solsticio de invierno, Jano simboliza el umbral entre la oscuridad y la luz, el momento de pausa y reflexión antes de avanzar hacia el nuevo ciclo de luz creciente. Invocar a Jano durante este tiempo puede ser un poderoso ritual para aquellos que buscan guía y claridad en sus transiciones personales y espirituales.

Los solsticios, al igual que las figuras de Jano y San Juan, nos marcan el paso de la oscuridad a la luz (del invierno a verano, de la ignoracia al conocimiento) de manera cíclica. A los ojos del profano, el momento de mayor luz es cuando el sol está en su punto más alto, al mediodía, -lo que se conoce como la hora sin sombra- y en el solsticio de verano. En cambio, el iniciado encuentra la Gran Luz en el solsticio de invierno cuando los días se acortan y la oscuridad le gana a la luz, pues en su búsqueda interna, es tras el mayor momento de oscuridad, luego de entregarse a la noche oscura del alma que se logra la alquimización.

Texto por María Eugenia Kromholc