Hay símbolos que no se explican: se contemplan. Que no se entienden: se revelan. Uno de ellos es el de las Tres Liebres —o conejos— corriendo en círculo, compartiendo tres orejas entre tres cuerpos, formando un triángulo perfecto dentro del Todo. Una trinidad que se sostiene en una sola mirada, un movimiento perpetuo que desafía la lógica y, sin embargo, habla al alma.
No es casual que sean liebres. No caballos, no aves, no leones. Son criaturas que habitan los bordes, crepusculares, casi invisibles. En lo pagano, la liebre está consagrada a la Luna, a la noche fértil, a lo que se esconde bajo la piel de lo evidente. Asociadas a Ostara, diosa germánica de la primavera, anuncian el retorno de la vida, el estallido del germen, el despertar de lo dormido. La liebre no domina: se escurre. No ataca: huye veloz, misteriosa, silenciosa. Como el símbolo mismo.
Tres liebres, tres naturalezas en danza perpetua. No hay jerarquía entre ellas. Ninguna va adelante, ninguna atrás. Y sin embargo, se mueven. Se completan en un circuito cerrado, como si cada una contuviera a la otra. Es la imagen perfecta de lo iniciático: nadie asciende en soledad. Nadie es pleno sin el otro. La totalidad es una ilusión compartida.
Y si miramos con ojos esotéricos la Pascua cristiana —esa celebración que encierra y disfraza antiguos misterios—, también ahí encontramos una trinidad velada:
Jueves: el acto consciente, la entrega. El momento en que se rompe el pan, se lava el pie, se acepta el tránsito. Es la liebre que se ofrece al círculo.
Viernes: la muerte del yo. El cuerpo colgado, el silencio denso, el símbolo que desciende. Es la liebre que se detiene, suspendida en lo inevitable.
Domingo: el despertar. El huevo vacío, la piedra corrida, lo nuevo que emerge sin explicación racional. Es la liebre que renace, más allá de la carne.
La danza de las tres liebres es la misma: ofrenda, disolución, transfiguración. Es Pascua en movimiento eterno. Y es también un espejo de cada pasaje interno, de cada rito verdadero que nos exige morir, esperar en el vientre oscuro y resurgir sin certezas, solo con la luz temblorosa de lo nuevo.
Este símbolo ha cruzado desiertos, monasterios y templos. Ha sido tallado en piedra, en techos góticos y sellos orientales. No pertenece a una tradición: las atraviesa. Es pagano y es alquímico. Es lunar y es crístico. Porque el movimiento que representa no se detiene nunca: es el ciclo de vida, muerte y renacimiento que habita todas las tradiciones verdaderas.
¿Y si esas liebres fueran también formas del alma? ¿Y si cada una representara un estado: lo visible, lo oculto y lo que aún no ha sido concebido? ¿Y si ese triángulo móvil dijera, sin palabras, que el misterio solo se revela en la danza compartida, en la rueda, en la interdependencia?
Hay en este símbolo una advertencia suave: No hay completud sin sacrificio de la mirada individual. No hay verdad que no implique rotación. No hay Pascua sin tránsito. No hay Dios sin danza.
Y si cada Pascua es un umbral, tal vez estas tres liebres nos susurran que ese umbral no se cruza en línea recta, sino en espiral.
