¿Y si el laberinto no fuera un lugar para perderse, sino un mapa hacia lo más verdadero?
Hoy, primer sábado de mayo, se celebra el Día Mundial del Laberinto, una jornada que nos invita a honrar este símbolo milenario que atraviesa mitos, rituales, arte, espiritualidad y psicoterapia. No es casual que se celebre en esta fecha, cuando el ciclo de la Tierra comienza a abrirse en el hemisferio norte y los antiguos caminos de peregrinación reaparecen en los campos.
El laberinto no es un rompecabezas. No es un acertijo que necesita resolverse con lógica, como si se tratara de un juego. En su forma sagrada, es un camino unicursal: no hay bifurcaciones, ni trampas, ni posibilidad de perderse. Solo hay que caminar… y confiar.
El símbolo del laberinto nos remite inevitablemente al mito de Teseo y el Minotauro, donde el héroe entra en el corazón del laberinto para vencer al monstruo. Pero esa historia no es solo una aventura épica. Es un viaje iniciático.
Teseo desciende al inframundo simbólico: entra en el territorio de lo desconocido, lo oscuro, lo reprimido. El Minotauro representa el miedo primitivo, el deseo descontrolado, lo animal dentro del alma humana. Y el laberinto no es más que el reflejo del alma: un espacio lleno de vueltas, ecos, sombras y misterio.

Pero Teseo no entra solo: lleva consigo el hilo de Ariadna. Ese hilo es el símbolo del amor, de la memoria, del propósito. Es el sentido que nos guía incluso cuando no podemos ver el final del camino.
¿Quién es tu Ariadna? ¿Qué hilo estás sosteniendo ahora, en tu propio tránsito?
El laberinto como mandala vivo
En la Edad Media, cuando los peregrinos no podían llegar a Tierra Santa, se les permitía caminar los laberintos grabados en piedra dentro de las catedrales, como el famoso laberinto de Chartres. Era un reemplazo simbólico de la peregrinación exterior: un viaje interior, espiritual, circular, iniciático.
El diseño de estos laberintos góticos es profundamente mandálico. No se trata de “llegar” rápidamente: se trata de pasar por todos los anillos del alma, de ir y volver, de alejarse del centro para luego regresar transformado. Cada curva es una etapa. Cada paso es una parte de la sombra que se integra. Es una experiencia viva, una meditación caminada que puede desbloquear memorias, emociones, insights.
Desde la mirada terapéutica, el laberinto representa el proceso de individuación: ese camino espiralado en el que no avanzamos en línea recta, pero sí vamos hacia adentro. Así como en un proceso terapéutico o en una lectura profunda de Tarot, el camino no siempre es claro al principio. A veces sentimos que retrocedemos, otras que damos vueltas sin sentido. Pero si confiamos en el ritmo del proceso, llegamos.
Llegamos al centro: ese lugar donde el alma puede escucharse sin ruido. Y desde ahí, solo desde ahí, podemos comenzar el regreso.
Esa es la pregunta que te propongo este Día del Laberinto.
Dibujalo. Caminalo. Visualizalo. Usalo como herramienta en tu práctica espiritual. El laberinto no es un enigma. Es un espejo.
No estás perdida: estás en el corazón del símbolo.